Siempre la casa infinita A la Tapiola
Siempre
creí haber vivido en la misma casa,
en el jardín de allende,
con la única noche,
y
el concierto territorial
que demarcan los instintos
de los grillos viejos, agrandados
por su meditar en el anochecer.
Recuerdo haber
repasado
junto a ellos,
lecturas meticulosas
de las hojas limpias e iluminadas
por la esbelta luna que amarillea las
palmeras.
Desembocan
hacia la montaña revestida
por un lirismo de árboles verdosos
que dan los tonos del arpa remota de su
boscaje.
De
esa montaña
resuena en mí su manantial,
un eco suave en la noche
transmontada del rito habitado.
La boca y ojales
de las narices de los caballos sedientos
al detener su galope,
para sorber de él y contener su agotamiento,
y así reanudar su paso
con el cuello alzado.
Libélulas se alzan armoniosamente
y pausadas dialogan
con su vuelo
de monólogos elegantes,
tejiendo siluetas,
armando aviones y juguetes imaginarios.
Mariposas nocturnas
se apostan
como prendedores
sobre faroles y troncos,
junto a las ranas
insinuantes de dolencias y alegrías.
Una de ellas repetía
un cuento,
cuando se posaba
alguna ave de cierto tamaño
en el ramaje.
Recuerdo que canturreaba
una tonada de escala espaciada
como si temblara
ante su presencia,
y necesitase
cortejarla
para
hacerla suya;
le daba una bienvenida azul.
Era amoroso su canto,
algo escondido
y las aves le respondían
con un silencio misterioso.
Ella podía calmarse,
deleitarse en paz
y devolver su tono rítmico
al craquear en la noche.
En esos árboles quedaron
las ardillas trepadas a los refugios,
tenían ojos temerosos y ágiles.
Acompañadas de búhos
con sus esculturales quietudes
de relojes de plaza
y una exactitud métrica en su espejo.
Siempre creí,
haber vivido
en la misma casa infinita
de puertas y una serie en mi memoria.
Me produce dulzura, goce,
y estas tallan bajo las paredes su universo.
Me acuestan cerca,
muy cerca de quien yo creo ser
y oyen el murmurar del manantial,
brotar con tonalidades bíblicos
desde lo más profundo de una tierra
en la cual me hice hombre.
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