sábado, 6 de octubre de 2012

Siempre la Casa Infinita I


              I

 

           En el ápice del alarido,
              el alma se rasga en infinita
              eyaculación
 
              Cesar Dávila Andrade

 

Creía que la casa
 estaba dentro de mí.

Buscaba,
 un refugio
 ante tanto asombro y desnudez

Esos números indescifrables
 y hermosos, contagian
apegan con su calidez
por ellos se evocan distancias infinitas.


Y mi tiempo,
  lo que creí haber hecho
eran  simples recuerdos en un marasmo del alma.


La casa,
 mi yo,
 mi silencio
 y la ternura.

Eran sus paredes,
 rayadas de cuentos,
 ecos de animales imaginarios,
fantasmas y regocijos.

 Impresos los versos de las noches en la sala,
 calcan  la bóveda semi desnuda,
 entre helechos,
un hermoso cuadro de sombras y luces
presencias e historias.

 Me llenaron,
como una aventura del ojo,
que se entreabre,
para distanciarse de su mirada y
 busca en las rendijas.

Los caminos vagan,
se soportan sobre sí, solos,
y  no necesitan que los vean para existir.

A su lado permanecía aquel de quien yo creía ser.

Números, abstracciones,
elipsis inconclusas que no me explican mucho.
Me llenan de abundancias, inexactas elucidaciones,
 de una mezcla de magia y tragedia.

Me sacan del infinito,
 del circo imaginario con sus jirafas y los acróbatas más altos
colgados de su mirar hilan mi infancia y,
la desnudez de la noche bajo su carpa agolpa.

Cuando ya había completado la imagen
alguien asoma que había dejado por fuera un cero
y nada más sacro que el temblor
el escrutar. Ir al inicio
de dónde lo tomé.

Que más preciso e inexacto
oscuro y limpio
 el mundo con sus series de números, desconocidas,
habitadas de astros y cajas
  con una luz rosada naranja.

¿ Adónde ubico aquella hermosa figura- la madre del tiempo
de labios delgados y  manos de arcillas?

¿ En cuál de tantos números
su boca seguirá siendo un altar de sueños?
Y no hay quien  diga acerca de su olor a soledad.
Pero, si el cero no añade, ni quita.

Ya no es igual; su quietud,
el silencio viene de ahí
de dos labios que se equilibran
 en desalojo con una sonrisa dubitativa,
de un origen sin memoria

Ahora soy,
 más que un escrutador de algebras,
escondidas tras la arritmia del alma
 gotea  parca
con elementales nostalgias.

Que no llegue a ver su arquitectura,
a desatar el torrente de una mirada,
    la geometría del cuarzo
con hipérbole de la noche.

¿Y quién entonces nos soporta cuando nada ha empezado?

El cero nos inicia aunque duela

Siempre la Casa infinita


Siempre la casa infinita                                             A la Tapiola

 

Siempre
  creí haber vivido en la misma casa,
 en el jardín de allende,
 con la única noche,
y el concierto territorial
  que demarcan los instintos
 de los grillos viejos, agrandados
 por su meditar en el anochecer.

 Recuerdo haber  repasado
 junto a ellos,
 lecturas meticulosas
 de las hojas limpias e iluminadas
 por la esbelta luna que amarillea las palmeras.

 Desembocan
hacia la montaña revestida
 por un lirismo de  árboles verdosos
 que dan los tonos del arpa remota de su boscaje.

De esa montaña
  resuena en mí su manantial,
 un eco suave en la noche
 transmontada del rito habitado.

 La boca y ojales
 de las narices de los caballos sedientos
 al detener su galope,
 para sorber de él y contener su agotamiento,
 y así reanudar su paso
 con el cuello alzado.

 Libélulas se alzan armoniosamente
  y pausadas dialogan
 con su vuelo
 de monólogos elegantes,
 tejiendo siluetas,
 armando aviones y juguetes imaginarios.

 Mariposas nocturnas
 se apostan
 como prendedores
 sobre  faroles y troncos,
 junto a las ranas
insinuantes de dolencias y alegrías.

 Una de ellas repetía
 un cuento,
 cuando se posaba
 alguna ave de cierto tamaño
 en el ramaje.

 Recuerdo que canturreaba
una tonada de escala espaciada
 como si temblara
 ante su presencia,
y necesitase
 cortejarla
para hacerla suya;
 le daba una bienvenida azul.

 Era amoroso su canto,
 algo escondido
 y las aves le respondían
 con un silencio misterioso.

 Ella podía calmarse,
 deleitarse en paz
 y devolver su tono rítmico
 al craquear en la noche.

 En esos árboles quedaron
 las ardillas trepadas a los refugios,
 tenían ojos temerosos y ágiles.

 Acompañadas de búhos
 con sus esculturales quietudes
 de relojes de plaza
 y una exactitud métrica en su espejo.


 Siempre  creí,
  haber vivido
 en la misma casa infinita
 de puertas y una serie en mi memoria.

 Me produce dulzura, goce,
 y estas tallan bajo las paredes su universo.

 Me acuestan cerca,
 muy cerca de quien yo creo ser
 y oyen el murmurar del manantial,
 brotar con tonalidades bíblicos
 desde lo más profundo de una tierra
 en la cual me hice hombre.